Derecho a la existencia y Renta Básica Annonces
dimanche 14 octobre 2007par Antoni Domènech, Universidad de Barcelona
Préface au livre de Daniel Raventós, Las condiciones materiales de la libertad, Barcelona, El Viejo Topo, 2007. Voir également sur le site de la revue Sin Permiso, le texte Antoni Domènech et de Daniel Raventos ¿Quién teme a la Renta Básica de Ciudadanía?
Quien por vez primera habló de “derecho a la existencia” fue Robespierre, en un discurso celebérrimo –uno de los últimos— de 1794, para expresar la idea de que la sociedad debe garantizar a todos sus miembros, como primer derecho, el de existir material y socialmente. Thomas Paine habló un poco después, en un escrito no menos afamado –Agrarian Justice (1796)—, de la necesidad y la justicia de crear un “fondo nacional” mediante impuestos a la propiedad privada de las tierras, a fin de introducir una pensión vitalicia para “toda persona actualmente viva” (mayor de cincuenta años) de “10 libras esterlinas anuales” (1).
Más aún que la propuesta concreta en sí, era interesante el estilo de su argumentación normativa. Paine comenzaba distinguiendo entre la propiedad de la tierra, que debía ser común, y la apropiación privada de los frutos del esfuerzo en su cultivo, al que debía hacerse también justicia. Pero luego pasaba a mostrar los enormes daños causados “a más de la mitad de la población” por la propiedad privada agraria, preparando el terreno para justificar la necesidad de compensarlos:
“El cultivo de la tierra es una de las mayores mejoras naturales jamás hecha por la invención humana. Ha decuplicado el valor de la tierra. Pero el monopolio de la propiedad agraria que empezó con el cultivo ha generado también el mayor daño. Ha desposeído a más de la mitad de los habitantes de todas las naciones de su herencia natural, sin ofrecerles a trueque, como debería haberse hecho, indemnización alguna por esa pérdida, lo que ha generado una suerte de pobreza y de desdicha que no existían antes. Al abogar a favor de los así desposeídos litigo por un derecho, no predico caridad.”
Así pues, la introducción de una pensión vitalicia universal se justificaba como medida de justicia conmutativa severamente correctora del ingente proceso de desposesión masiva que había sido la introducción de la propiedad privada agraria, detentada en régimen de monopolio por una minoría.
La forma relativamente atemporal, que no a-histórica, de argüir de Paine –como si el proceso de desposesión se hubiera dado de forma continuada y gradual desde el descubrimiento mismo del arte del cultivo— no debe inducir a confusión. Es evidente que Paine registraba el tremendo impacto de lo que Marx habría de calificar, más de medio siglo después, como voraz proceso “expropiador” de la “acumulación capitalista originaria”, o de lo que, ya en pleno siglo XX, Karl Polanyi llamó el “molino de Satán”, es decir: la destrucción de las ancestrales economías naturales y de intercambio simple en Europa por el avance acelerado del mercado y de la cultura económica capitalistas en la segunda mitad del XVIII. Robespierre, que se había percatado de eso con mayor concreción, sagacidad política y consciencia histórica del tiempo que le había tocado vivir, se refirió genialmente al avance de una “economía política tiránica” desposesora, a la que opuso un programa democrático de “economía política popular”, capaz de garantizar el derecho de existencia de los desposeídos.
Se puede observar el origen europeo de estas ideas republicano-democráticas de Paine y de Robespierre. Nada parecido se halla en el ala republicano-democrática de los revolucionarios del otro lado del Atlántico septentrional. Claro que Jefferson compartía con Paine y con Robespierre la idea republicana de libertad (ser libre es por lo pronto no tener que pedir permiso a nadie para vivir, gozar de una base material independiente de existencia), así como –menos radicalmente— la idea democrática de universalizar esa libertad por incorporación de los pobres a la República. Pero, ajeno por completo a los acelerados procesos de desposesión en curso en Europa (e insensible a la desposesión de los indígenas americanos), Jefferson siguió buscando la base social de la democracia republicana norteamericana exclusivamente en la universalización de la pequeña propiedad agraria individual.
Este origen republicano-democrático específicamente europeo de la idea de garantizar públicamente de un modo universal e incondicional las bases de existencia material de las personas como un derecho históricamente derivado de la desposesión a que han sido sometidas por el desarrollo de una vida económica tiránica y expropiadora había sido largamente olvidado, salvo como objeto de curiosidad erudita.
No es casual que la vieja idea haya reaparecido con fuerza en las tres últimas décadas, coincidiendo con el avance arrollador de la llamada “globalización”, eufemismo con el que se conoce a una verdadera contrarreforma –de todo punto política— del capitalismo, y que es también un nuevo proceso gigantesco y acelerado de desposesión a escala mundial: de desposesión de los derechos sociales conquistados por 6 generaciones de trabajadores en el mundo entero, y particularmente en Europa y EEUU; de desposesión y puesta en almoneda por doquier de los bienes y los servicios públicos acumulados merced al sacrificio y al ahorro de varias generaciones de poblaciones trabajadoras; de desposesión neocolonial y apropiación privada del agua, de los combustibles fósiles, de los bosques y del conjunto del patrimonio natural (incluidos los códigos genéticos de especies vegetales y animales) de los pueblos del Sur; de desposesión y aun capitalización, en fin, de formas y mundos de vida social ancestrales o simplemente tradicionales. Todo ello acompañado, como no puede escapar ya a nadie que tenga los ojos medianamente abiertos, del recrudecimiento de las guerras de pillaje y expropiación y del regreso de una mentalidad expresa y descarnadamente belicista como no se conocía desde el final de la II Guerra Mundial.
Philippe van Parijs, que es sin duda quien, como filósofo y como activista político, más ha hecho en nuestro tiempo por revigorizar, defender con buenos argumentos y divulgar la idea de una renta básica de ciudadanía incondicional y universal, presentó su propuesta en su gran libro seminal Libertad real para todos como “un componente central de lo que urgentemente se precisa para salvar el ‘modelo europeo’ avanzando un paso más”. Es decir, con cabal consciencia de que se trataba de defender algo que estaba sometido a intenso fuego cruzado enemigo –la ciudadanía social— y con la esperanza de contribuir a la reorganización de una “contraofensiva”.
Han pasado más de 10 años desde que van Parijs escribiera ese libro y más de 20 desde que publicara su primer alegato a favor de la renta básica (un artículo coescrito con el economista holandés Robert van der Veen con el sorprendente subtítulo de “Una vía capitalista al comunismo”). Lo menos que se puede decir es que en este tiempo las cosas han ido a peor. Para empezar, el “capitalismo” ya no es lo que era (el de ahora es mucho más parecido al capitalismo depredador y desatado anterior a la I Guerra Mundial que al socialmente reformado y políticamente embridado de la segunda postguerra).Y no sólo la izquierda europea no ha conseguido pasar a la ofensiva como era la esperanza de nuestro amigo, sino que ha seguido retrocediendo ella y avanzando con botas de siete leguas el programa neoliberal de destrucción de la ciudadanía social en Europa: después de los acuerdos de Maastricht (1993), vino la llamada “estrategia de Lisboa” (2000); y luego, la ampliación de la UE a los países del antiguo Este europeo que, víctimas ellos mismos de un atroz y despiadado despojo expropiador en los 90 sin apenas precedentes históricos, son usados ahora como demoledor ariete de un dumping social en el seno de la propia Unión. Y como culminación, el intento, fracasado por el momento gracias al pueblo francés y holandés, de blindar las políticas económicas neoliberales a escala europea mediante una pseudoconstitución confeccionada por una elite tecno-burocrática espectacularmente horra de careo popular, y no demasiado inteligente, encabezada por el véteroliberal Giscard d’Estaign (vástago de los fundadores de la Banca colonial de Indochina).
No sólo en Europa las cosas han ido a peor, huelga decirlo, y es lo cierto que la única zona del planeta que de verdad se ha sublevado hasta ahora frente a la contrarreforma re-mundializadora y re-desposesora del capitalismo es la América latina. El alarmado desencanto con la llamada “globalización” se ha extendido con rapidez, según deja presumir el hecho de que liberales de izquierda más que moderada tan optimistas en los 90 como Joseph Stiglitz o Paul Krugman, ambos en el entorno del muy “globalizador” Presidente Clinton, o el propio ex-vicepresidente Al Gore, se hayan convertido en apenas un lustro en críticos radicales, y aun radicalísimos, de la misma.
Análogo signo de alarmado cambio entre las gentes sensibles y de inteligencia despierta puede detectarse en el campo de la filosofía política. Nadie puede operar ya filosóficamente a estas alturas con el transfondo tácito de la imagen congelada de la vida social y política del capitalismo reformado y relativamente apacible de los años 60 y 70. Se ha hecho imperiosa la necesidad de comprender los mecanismos y la dinámica causal del desastre desposesor de la mundialización contrarreformadora, si quiere oponérsele normativamente algo más que buenos propósitos y bonísimas palabras. Y de la mano de esa necesidad va, por lo pronto, la percepción más o menos clara de las limitaciones de las teorías políticas normativas ideales (voluntariamente abstraídas del problema de la capacidad de los ciudadanos para observar normas, y por ende, de los problemas de diseño institucional), a-institucionales (voluntariamente abstraídas de la configuración institucional de la vida social, y muy señaladamente, de la dinámica causal de las instituciones reguladoras de la propiedad) y a-históricas (voluntariamente abstraídas, entre otros, del problema de la reparación acumulada en el tiempo de daños injustos) que han dominado la filosofía política académica de las últimas décadas. Porque, como dijo va ya para tres cuartos de siglo, en momentos de parecido desjarretamiento político, social y espiritual, un agudo crítico de la epoché husserliana, tú puedes muy bien encerrarte en ella totalmente abstraído del mundo, que cuando, tarde o temprano, vuelvas a él, tendrás al diablo en persona esperándote.
El que tienes en las manos, lector(a), es un libro intelectualmente honrado, y no es ni política ni académicamente innecesario. Que ya es mucho decir de un libro, en los tiempos que corren y en las latitudes que habitamos. Pero el breve y enjundioso texto de mi amigo, colega académico y compañero de luchas políticas Daniel Raventós, además de ser excelentemente breve y enjundioso, es sobre todo muy oportuno. Precisamente por eso: porque propone una defensa de la Renta Básica que, acaso por recordar por vez primera con primorosa justicia el origen de la propuesta en las preocupaciones del republicanismo democrático-revolucionario europeo de fines del XVIII, consigue revivir el estilo filosófico-normativo del mismo, que tan dichosamente heredó el socialismo marxista del XIX y tan desdichadamente olvidaron los liberalismos y el grueso de los socialismos del siglo XX. Ojalá que esta defensa republicana no-ideal, institucional e histórica de la Renta Básica provoque saludables discusiones que hagan avanzar, con la de la propia Renta Básica, las causas de la democracia republicana y de un socialismo a la altura de los tiempos.
Antoni Domènech, Mayo 2007
(1) Voir Yannick Bosc, "Thomas Paine, l'allocation universelle et le principe de révolution" (ndlr).